miércoles, 16 de noviembre de 2011

Dientes apretados y picardía


Tengo para compartir dos recuerdos puntuales: uno tiene que ver con una foto y otro con la infancia en Parque Saavedra. Esos son los principios del romance con la pelota, con la adultez sobre mis espaldas en la relación hubo varios coletazos de amor-odio, de todos los colores. La pelota me llevó desde una reconciliación con un hermano a arrebatarle una camiseta a un hincha propio por indigno, hasta llegar al hastío cotidiano, al descreimiento general.

La primera situación fue, justamente, el puntapié inicial del amor entre quien escribe y la pelota. Andaba yo por cuarto o quinto grado cuando un amigo y compañero de esos años de Media 2 (Andrés Rojas, ojalá estés leyendo) me hizo el regalo que más atesoré en el tiempo. Tiempos esos de esperar el recreo y salir a marcar el arco con tiza naranja hasta donde llegaba el brazo estirado, de pelotita de tenis para jugar contra los de sexto y de dos tiempos de diez minutos jugados como finales. Y así de lunes a viernes, todos los días una final. No había plata, ni mejor motivación que ganarles a “esos” y después, antes de salir, cuando formábamos mirarlos de reojo con cara pícara.

Así nos gustaba jugar, con dientes apretados pero con picardía, con alegría, siempre. De momentos como ese es que entiendo lo de “se juega como se vive”. Al final no les dije, pero Andrés me regaló una pelota de fútbol. La más linda de todas, era naranja, de goma y con rayas negras que hacían de gajos. Esa noche dormí abrazado a la pelota y mi vieja inmortalizó el momento que hoy todos pueden ver si andan por mi casa.

Apenas crecido suponía que mi nivel, reconocido por mis pares (nunca me eligieron último en un pan y queso) estaba para jugar con “los grandes” en el mismísimo Parque Saavedra, a mis ojos y mi comprender de aquel entonces un símil de Maracaná. En esa misma cancha, mi viejo (ex volante por derecha) y mi hermano (aún hoy un todoterreno anti-age) hacían que mi deseo de meterme en el equipo se agigantara. Así la ilusión me llevaba a calzar el equipo entero, medias altas, camiseta adentro del lompa y el flequillo chivado de patear en la previa; después cuando llegaban los pesados, se empezaba a patear más fuerte y ahí terminaba mi parte. El partido largaba y yo de afuera mirando todo, esperando, un poco afligido, el debut en la cancha que siempre bordeará el lago.

Del día que me dejaron jugar recuerdo que en la primera corrí como un descosido, apuré a un maleta y sacudí. Entre el buzo y el palo de luz quedo el arquero mirando mi primer gol oficial. Dos frases tengo inmortalizadas, una la recriminación del portero que aún hoy escucho clarita “Claro, quédense ahí, arriba están las estrellas” ¡Un poeta el tipo! Y el elogio de mi hermano Franco que largó un “parecés Oliver Atom”. Ese día amé al fútbol como nada amé durante mucho tiempo. La historia siguió durante centenares de domingos a la mañana, hasta los fideos de la abuela se jugaba. Ese era el límite. A la una, todos los Caviglia y el eterno Yono, nos entregábamos a la feliz tana costumbre de la familia. Seguíamos con el fútbol italiano por canal 9, con el joven Niembro y así derecho. Fútbol hasta dormir.

Hoy ver futbol me duerme, me interesan tanto algunos partidos como me interesa lo que pueda prometer un político en campaña. Pero sigo fiel a la pelotita. Si me habré peleado con novias… si habrá sufrido mi vieja… si mis hermanos se habrán preguntado en qué estado andaré, todo por ella. Será que siempre, en un melancólico lugar espero encontrar en algún equipo, en algún protagonista a ese pibe que amó el fútbol y que al ver la pelota le brillaban los ojos. De tanto apretar los dientes y de irradiar tanta picardía.

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